Reiterativo como un mantra, repetitivo como toda rutina y al mismo tiempo variado como toda experimentación, el diario de Ricardo Güiraldes nos enfrenta a cada instante con el dolor físico y el anhelo espiritual.
Sencillo y despojado, lejos de cualquier artificio literario, con anotaciones casi desposeídas, como intentando un grado llano de la escritura que conduzca el yo hasta su esencia, Güiraldes comparte con su propio silencio la disciplina de un autodominio que lo libere de las vicisitudes humanas o, al menos, lo ayude a sobrellevarlas con grandeza.
Por una suerte de sintaxis suprasensorial o un camino de elevación o un aminoramiento de lo discursivo en pos de una conciencia mayúscula, Güiraldes va “desarrollando sentidos nuevos”, algunos de cuyos ecos abonarán también su poesía.
A través de este diario que ahora por primera vez gana la calle, lo vemos en una intimidad que lo reubica en su verdadero sitio: entre la tradición y la vanguardia. Allí vibran la lectura de los autores franceses, el nacimiento de la mítica revista Proa, el proceso de escritura de su novela Xaimaca y los inicios de su célebre obra gauchesca.
Las comidas cotidianas se salpican con los óleos, y los deportes se abren paso entre el ganado. Todo circula velozmente por las páginas de ese insólito cuaderno manuscrito entre el fin del verano de 1923 y las vísperas de la primavera de 1924.
He aquí un texto donde la naturaleza, a Ricardo –tan activo como meditabundo–, le extiende generosa sus brazos, y donde la muerte pero también esa promesa de eternidad que es Don Segundo Sombra no dejan de llamarlo y, a poco de andar, lo encontrarán casi al mismo tiempo.
María Gabriela Mizraje